En una época sin internet ni computadoras, rodeado por la espesura de la selva, un niño descubrió que la curiosidad también podía transmitirse en ondas. Esta es la historia real de cómo, guiado solo por un libro de electrónica, construyó su primera emisora de radio AM. Un proyecto hecho de estaño, bobinas y sueños: la chispa que encendió para siempre su vínculo con la tecnología.
Había algo en la ceja de selva peruana que parecía invitar al asombro. Quizás eran las tardes húmedas que teñían el cielo con naranjas espesos y violetas imprevistos. O el modo en que el silencio natural del campo se dejaba interrumpir, sin resistencia, por el canto de un gallo, una radio lejana o el eco distorsionado de algún niño corriendo entre hojas y tierra.
Yo era uno de esos niños.
Tenía entre diez y once años, una edad donde el mundo todavía es grande, misterioso y, sobre todo, posible. Vivíamos en un pueblo donde lo extraordinario no venía en cables ni pantallas. En aquella época no existía internet, ni computadoras personales, ni celulares, ni menos aún tablets. Las herramientas eran escasas. La imaginación, inmensa.
Y sin embargo, en medio de ese entorno aparentemente limitado, algo dentro de mí ya buscaba más. No saber me incomodaba. Qué funcionaba, cómo, por qué. Me gustaba investigar, explorar, preguntar. No por tarea, sino por instinto. Como quien busca aire.
Ese impulso me llevó a un lugar que, para muchos, era poco más que un almacén de libros viejos: la biblioteca municipal. Para mí, era otra cosa. Un templo de posibilidades. Y fue allí, entre enciclopedias en desuso y textos escolares maltratados, donde encontré el detonante: un libro español sobre electrónica.
Entre sus páginas cansadas, descubrí un artículo que explicaba cómo construir una emisora de radio AM. Leí el título una, dos, tres veces. Me quedé en silencio. Mi corazón dio un salto. Había encontrado el plano de una puerta.
El artículo era claro, técnico, generoso. Mencionaba componentes que nunca había visto: condensadores variables, bobinas con ferrita, micrófonos de carbón. Pero no me asustaron. Eran palabras nuevas, pero con ellas podía construir. Decidí intentarlo. Busqué ayuda entre los radiotécnicos del pueblo. Hombres sabios que me guiaron con paciencia.
Improvisé un micrófono con un audífono viejo de mi walkman. Conseguí estaño, un cautín, una tabla. Aprendí a soldar. A quemarme. A no rendirme. Construí mi emisora. Y le agregué algo propio: conecté el walkman y un interruptor para alternar entre mi voz y la música en cassette. Rock en español, mi universo sonoro.
El día de la prueba, salí con mi radio portátil. Caminé veinte metros. Cincuenta. Cien. Encendí. Y ahí estaba: mi voz. Mi música. Mi señal.
Corrí a casa.
—¡Papá, ven! —grité.
Él encendió la radio. Esperó unos segundos... y sonrió. Me escuchó. Orgulloso. Por un instante, mi emisora fue la radio del vecindario.
Unos días después, un locutor amigo de mi padre me dijo:
—A ver, mándame un saludo, pues.
Subí. Tomé el micrófono. Y dije:
—¡Saludos, Manolo!
Me escuchó. Se rió. Y me dio la bienvenida a un mundo que yo ya sentía mío.
No recuerdo cuánto duró. Puse una antena en el techo. Intenté llegar más lejos. Incluso arranqué las hojas del libro, para que nadie copiara mi invento. No por maldad, sino por amor. Era mi hallazgo. Mi chispa.
🗭 A modo de cierre
Hoy, como empresario y especialista en tecnología, veo que esa emisora no fue un juego. Fue un manifiesto. Mientras otros niños lanzaban trompos, yo lanzaba ondas. Descubrí que la tecnología podía ser humana, viva, puente entre lo invisible y lo posible.
Y esa chispa no vino de una ciudad, ni de una universidad. Vino de un rincón olvidado de la selva peruana. De un niño. De una voz. De un sueño hecho señal.
