“Los cielos guardan los secretos más intensos de nuestra infancia.”
Algunas veces la vida nos regala escenas que se convierten en llamas encendidas dentro del recuerdo, instantes donde el corazón se acelera y todo parece cobrar un nuevo sentido.
Entre mis siete y nueve años, mi mundo era un universo hecho de juegos y pequeñas obsesiones. Disfrutaba jugando a los vaqueros, inventando duelos en patios polvorientos; coleccionaba pequeños autos de Fórmula 1 que venían con las promociones de Coca Cola, y podía pasar horas admirando sus formas veloces como si en mis manos rugieran auténticos motores. También me sumergía en las páginas de Kalimán, El Águila Solitaria o Memín. Y a veces, con ojos curiosos, hojeaba revistas como Esmeralda o Aniceto, que no eran del todo para niños: entre sus viñetas aparecían mujeres sensuales, personajes atrevidos y tramas que dejaban en el aire un misterio más adulto, que yo apenas comprendía pero que igual me atrapaba. Había también una revista que me fascinaba de un modo distinto: Selecciones del Reader’s Digest. Sus artículos condensados eran como puertas abiertas a un mundo lejano, sofisticado, lleno de ideas y relatos que, sin entenderlo del todo, me invitaban a soñar más allá de los límites del pueblo.
Pero aquella tarde soleada, con el cielo despejado y las calles adornadas por el verdor intenso de la ceja de selva, algo extraordinario sucedió. Un rugido metálico comenzó a crecer en la distancia. Primero fue un estruendo lejano, después una vibración en el aire que obligaba a mirar hacia arriba. Corrí al exterior y los vi: tres aviones de guerra en formación, uno al frente y dos detrás, atravesando el cielo tan bajo que parecía imposible.
El miedo me recorrió de golpe. Pensé en enemigos, en la guerra que los mayores comentaban con Ecuador, en historias que no comprendía del todo pero que me asustaban. ¿Qué estaba pasando? Sin embargo, en la siguiente pasada descubrí algo que borró todo temor: el emblema rojo y blanco brillaba en sus fuselajes. Eran nuestros. Eran peruanos.
Entonces la emoción me ganó por completo. Los seguí con la mirada, fascinado, con el corazón latiendo como nunca. Ascendían, caían en picada, volvían al ras del pueblo, dibujando en el aire maniobras que parecían imposibles. Se fueron, desaparecieron así como llegaron, dejando esa estela de asombro y emoción. Era un espectáculo gratuito, inesperado, que me dejó maravillado. Y ahí, en medio del rugido de turbinas y el olor a tierra húmeda, me dije a mí mismo: algún día volaré una de esas máquinas.
Con el paso de los días se supo la verdad: el jefe de la escuadrilla era hijo de aquel mismo pueblo. Había vuelto para regalar a su gente un saludo desde el cielo. Desde entonces nació en mí un respeto profundo y casi reverencial por los hombres que, con disciplina férrea y temple de acero, domaban esas bestias voladoras.
Ese sueño se fue alimentando de imágenes: el videoclip de La Incondicional de Luis Miguel, con sus F-5 surcando los cielos; la película Top Gun con Tom Cruise, que me dejó temblando de emoción frente a la pantalla. Y años más tarde, mi destino me llevó a pisar la Escuela de Oficiales. Dormí bajo sus techos, caminé por sus patios, y estuve a un paso de seguir la carrera y convertirme algún día en piloto caza dentro de la especialidad de Armas, Comando y Combate. El destino, con sus giros misteriosos, me llevó por otro camino.
Hoy, al evocar ese día, vuelvo a sentir el sol ardiente sobre la piel, la vibración del aire y la inocencia del niño que miraba hacia arriba con los ojos llenos de asombro. A veces sueño que sigo volando aquellos cazabombarderos, perfectas máquinas de guerra que, para mí, siguen siendo el símbolo más claro de la libertad y de la grandeza.
Y mientras escribo estas líneas, sonrío y agradezco. Porque todo lo que soy, empresario, soñador, viajero de caminos tiene en su origen ese instante sagrado: un niño con carritos en los bolsillos, una revista entre las manos, y un cielo abierto que rugió con fuerza para decirme que los sueños son alas, y que nunca, nunca debemos dejar de volar.